He merodeado muchas las razones por las cuales comencé a vender mis libros. Hace poco alguien me preguntó por ello, y le contesté algo insignificante, como para salir de paso. Es por necesidad, sí; es por pragmatismo, también; es por desapego a un objeto material, es posible. Pero hay una razón sustancial y única que fue la que me empujó a sacar de mi biblioteca mis preciados libros: el amor.
Ese estado, ese modo, ese todo y esa nada, hizo real lo que yo creía imposible: salir de mis libros. Esos a los que yo veía con el candor y el romanticismo del lector; esos a los que leía, olía, tocaba, rayaba, ensuciaba, abría y cerraba, cual maniático.
Hay algo que diferencia al libro de otros objetos físicos: su estética acumulativa. Igual o más llamativos son los libros en desorden, en perfil aleatorio, en arbitrario caos; igual o más llamativos, digo, que bibliotecas escrupulosas, rígidas, rectas. Que estén en la sala, en el baño, en la cocina, en una mesa, en el piso, que estén, solamente que estén, es una garantía de belleza. ¿Hay acaso otro placer más efímero e inexplicable que hurgar una biblioteca ajena? Le guardo profundo respeto al contenido, pero debo admitir que la tentación de frivolidad me gana. (Hay libros que me enganchan no más por sus portadas). Y por eso me sustraigo ante el encanto de bibliotecas vastas, descomunales, desaforadas en su fuerza y sus formas.
Y entonces, vuelvo a lo otro. Ella era considerablemente mayor que yo. Nos conocimos en un bar. Simpatizamos en poco. Le hablé de Schopenhauer y le agradó. (Éramos dos ebrios del mismo fatalismo). En un baño le recité un poema de Borges; me atreví a robarle un beso. Sentí toda la gravedad y esa sensación invencible de la derrota: estaba enamorado. El crimen de que hablaba Baudelaire estaba cometido: y desde entonces no he sido el mismo.
Al poco tiempo, estábamos viviendo juntos. Ella buscaba un mejor trabajo; yo seguía obstinado en mi sueño nocivo e ingenuo de la literatura como estilo de vida. Y fue ahí que comenzó esto. Vérmelas con la adversidad a solas es una situación a la que me he acostumbrado; pero en ese entonces, no estaba solo. Estaba con ella, que ignora que me paseo por los lugares por los que caminábamos juntos, abocados a sí mismos, planeando el futuro, sin soltarnos de la mano; estaba con ella, que ni siquiera sospecha que una mirada suya es perturbación para cada uno de mis sentidos.
Dos años atrás había renunciado a un trabajo para dedicarme a una novela con la cual tenía mucho entusiasmo. Con el pasar del tiempo supe entender que no se acercaba ni un poco a las expectativas que yo tenía. La decepción, se imaginarán ustedes, fue gigante. No solo por lo que implicó dejar de recibir un sueldo, también por el sermón familiar, el reproche y las burlas de ciertos amigos, y por las contrariedades físicas y mentales que llegaron.
Vivía apocado, depresivo, solo; y de repente su presencia me cambió. Creí que la recompensa ante tanto aguante y dolor no era por la literatura, pero sí por la vida: ella y su mirada triste y difusa.
La vida parecía mejorar. Un amigo me había ofrecido hacer de escritor fantasma. La biografía del exfutbolista famoso estaba casi lista; pero faltaba lo principal: la remuneración. Nunca llegó completa; y yo, que no había firmado nada y en cambio sí había elaborado planes con ese dinero, me quedé sin mi principal fuente de ingresos.
Me sentí más frustrado. Nunca se lo dije a ella, pero empecé a vender libros porque me daba vergüenza que supiera que no tenía un peso. Que mis publicaciones en prensa y en revistas, mi vanidad, mi orgullo no era más que una armadura que ocultaba mi verdadera posición.
No fue fácil. Salir de libros a los que le tenía aprecio, cariño y en los cuales se condensaban recuerdos resultó un duelo conmigo mismo. Algunos de ellos fueron obsequiados por seres queridos, como los que me daba don Gustavito, un librero del centro de Cali al que le sorprendía mi pasión por la lectura y me incentivaba en mi aspiración por ser escritor.
Gustavito murió de un infarto en la pensión que alquilaba; nunca leyó ninguno de mis escritos y jamás imaginó que vendería los libros que me regaló. Así que no le voy a pedir perdón, pues soy un maldito capaz de renunciar a cualquier cosa con tal de serle fiel al amor; y la verdad es que la amaba y no estaba dispuesto a que mi chica, - y es aquí donde cobra importancia su diferencia de edad con respecto a la mía-, sintiera que vivía con un aspirante, un plumífero sin estipendio; o un niño, como después ella misma se encargó de fulminar.
No sé cuántos he vendido. Pero sé que son muchos. Veo mi biblioteca languidecer cada vez más y me lamento: ¡Cuántos amigos se han marchado! Después de vender y vender, le he perdido el respeto al objeto. Me he despojado del romanticismo que implican esos cuerpos revestidos con sus propios universos.
De alguna manera, me ayudó saber que no poseo todos los que he querido tener, pues estar inmerso en la literatura implica ausencia de dinero; esa circunstancia me llevó a ser un lector de bibliotecas públicas, donde se hallan joyas y beldades sagradas, que nunca llegarán a mis manos.
Hay veces que quisiera ser un lector menos obsesivo. Pero se me ha vuelto una enfermedad, un vicio, una necesidad. Es lamentable que no pueda volver a mis autores favoritos: pues ella está en ellos, con su tristeza y su existencialismo. Está en Dostoievski, está en Nietzsche, está en Cheever, está en Kawabata, está en Fonseca, está en Álvaro de Campos, está en Onetti. (Está en mis inéditas ficciones, que me leía en las noches y a tientas. Solo ella conoce ese material). Pero sigo, no paro; con teoría, con historia, con diarios: sigo leyendo, sin parar, sin libros, sin dinero.
Saberme sin libros y sin ese amor fortaleció una idea que venía elaborando: que mi serenidad no estriba en tenerlos, sino en leerlos, en disfrutarlos, en dialogar y sumergirme en ellos.
Se preguntarán a qué viene todo esto. Bueno, es que me estoy muriendo de envidia, viendo a gente emocionada, comprando libros. (La navidad y sus regalos). Yo tengo una lista grande de volúmenes que quisiera adquirir, pero mi incapacidad económica me impide el acceso.