Lima, ciudad capital del Virreinato, desde el siglo XVI, tuvo la primera santa de América y las Filipinas, diríamos del hemisferio o de la cuenca del Pacífico: nuestra gloriosa Rosa de Santa María, bautizada como Isabel Flores de Oliva en la parroquia de San Sebastián.
Como sabemos, ella nació en Lima el 30 de abril de 1586; hija de Gaspar Flores y de María de Oliva, era la quinta de los 13 hijos de una familia muy cristiana, y en sus recuerdos anecdóticos figura su hermano Hernando, compañero de travesuras y también de buenas acciones, como esos días en los que ayudó a Rosa a construir su ermita para dedicarse a la oración.
Rosa era llamada así por su notable belleza, pero con ese nombre la confirmó el arzobispo de Lima Toribio Alfonso de Mogrovejo, hoy santo de la Iglesia.
La piedad y vida espiritual de Rosa era notable, y ella busca ingresar a Santa Clara o a la Encarnación, como religiosa, monja. Sin embargo, las necesidades económicas de su familia influyen para que se dedique al trabajo de bordados y costura con su madre y hermanas, para sostener a su hogar, cuando su padre ya era muy anciano, pues él era 34 años mayor que su cónyuge.
Rosa se santificó en su hogar y en la ciudad de Lima, a la que tanto quiso. También vivió con su familia en Quives, poblado distante 60 kilómetros de Lima, donde su padre tenía a su cargo la administración de una mina.
Estuvieron allí durante cuatro años, pues esa mina se derrumbó y murieron allí los trabajadores indios, negros y mulatos.
Este episodio hizo a Rosa más solidaria con los pobres y con las mujeres de estas familias cuyos hijos y maridos morían bajo los socavones o enfermaban de silicosis por los tóxicos que ingerían laborando en el subsuelo, sin ninguna protección.
Estos hechos fortalecen su fuerza mística y su afán de hacer sacrificios y penitencias pidiendo a Dios misericordia y justicia.
En Lima eran frecuentes sus visitas a los hospitales de negros de San Bartolomé, de indios de Santa Ana, hoy Arzobispo Loayza, y el de San Lázaro, para los leprosos. Rosa los confortaba y ayudaba con medicinas. A los que podía los llevaba a su casa, donde tenía reservadas varias habitaciones que había instalado como enfermería.
Nuestra Santa Patrona era caritativa, pero deseaba un mayor trabajo en la evangelización. Sus historiadores han recogido testimonios que oyeron que ella aseguraba “que si no fuese mujer, había de ser su primer cuidado, en acabando de cursar sus estudios, darse toda a las misiones y predicación del Evangelio, deseando ir a las provincias más feroces... para acudir con salud y remedio a los indios, a costa de su sangre y sudores y a la fuerza de la predicación y el catecismo”.
Por: Carmen Meza Ingar Profesora principal e investigadora de la UNMSM